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FE Y POLÍTICA (II): ALMA DEMOCRÁTICA

Publicado: 2019-10-09

Si los creyentes y las iglesias van, pues, a involucrarse políticamente, si es que van a empezar a brindar opiniones públicas, promover determinadas causas, hacer crítica del gobierno, adoptar postura en los debates públicos, postular representantes al congreso, entre otros, ¿bajo qué principios, bajo qué directrices, bajo qué criterios, bajo qué reglas de juego ejercerán su activismo y proclamarán su discurso? Esta es la pregunta clave.  

El evangélico promedio tiene las respuestas a estas preguntas en la punta de su lengua: “con lo que dice la Biblia”, afirma. Pero esta respuesta es peligrosa, impositiva e ingenua. Es peligrosa porque la Biblia se interpreta de varias maneras y nada impide que un político evangélico utilice el poder terriblemente, justificando sus actos con las interpretaciones más arbitrarias y caprichosas (ya ha pasado antes y está pasando ahora). Es impositiva, porque si bien los creyentes tienen el derecho de pensar y creer como quieran, hacer política “con la Biblia” significa en el fondo dejar de gobernar para quienes no creen en ella o no la interpretan de la misma manera (además que a muchos evangélicos no les gustaría que un político haga leyes y políticas para ellos según el Corán o según la doctrina marxista, ¿verdad?). Pero la respuesta es también ingenua, porque si bien un Martin Luther King Jr, un Desmond Tutu, un William Wilberforce o un Moseñor Romero hicieron diferencia por sus valores evangélicos, también en nombre de la Biblia puede levantarse un Bush, un Trump o un Bolsonaro (o un Rosas, o una Arimborgo). La Biblia será importante para la intimidad del político creyente, pero no es garantía de una actuación pública digna ni de un buen gobierno.

¿Qué criterio entonces seguir? La respuesta evangélica más popular ha sido un criterio opositivo y no propositivo: “no al género, no a la homosexualidad y no al aborto”. Con estos tres criterios ha respaldado al partido más corrupto y antiético del Perú, ha censurado ministros, ha mandado al diablo toda la teoría en materia de violencia y género, ha polarizado a la opinión pública, a generado tirria a la religión, ha promovido la homofobia, ha tildado de herejes a los evangélicos progresistas. ¡Menos mal que solo fueron estas tres cosas!, pero eso solo en el Perú: en otros países de América Latina se ha llegado hasta la dictadura. Ciertamente estos tres criterios son capaces de agitar pasiones (la principal de ellas, el miedo), pero difícilmente pueden construir algo. Incluso hubiera sido respetable que un movimiento evangélico se hubiera opuesto a estos tres temas con un actuar ético, coherente y con argumentos académicos, pero no ha sido así. En el fondo, su criterio para la política ha sido el del pastor evangélico promedio: ver al Estado como una iglesia en la que el pastor que la fundó dice lo que los creyentes deben creer sin cuestionamientos. Así pues, los evangélicos y sus iglesias solo hemos atinado a ver cómo se postulan un grupillo de personajes que afirman ser sus representantes, a los que hemos dado gestos de aprobación o de desagrado. Sin embargo, se suponía que la cosa tenía que ser al revés: los creyentes deberíamos tener muy en claro cuáles son los criterios correctos para incursionar en la política para luego examinar quién participa dignamente en ella. Si fuese así no sería tan difícil identificar a los que hacen daño al país y manchan el testimonio cristiano. Esto, desde luego, no se ha hecho, y no solo debido a la falta de unidad de la iglesia misma (unidad que poco parece importarles a los pastores de las iglesias), sino a la incapacidad reflexiva de muchísimos líderes religiosos.

De nuevo: ¿qué criterio seguir? Si uno va a incursionar en política debería conocer cuáles son las reglas del juego. No todo vale. Nadie pilota un avión sin haber estudiado aviación; nadie puede dársela de doctor sin haber estudiado medicina; pues bien, nadie puede dárselas de político si no tiene aptitudes democráticas. Ello, por la simple razón de que la política se hace en democracia. Pero el evangélico promedio (como el ciudadano promedio) vota por todo, menos por el talante democrático de sus voceros o candidatos. La democracia no es el gobierno de la mayoría, sino que la minoría debe ser escuchada y, si tiene mejores razones que la mayoría, entonces debe dársele la razón. La democracia es deliberación y, por consiguiente, búqueda de consenso cuando el acuerdo es inviable. La democracia es procurar el bien de todos, antes que lo que me beneficia a mí o a los que piensan como yo. Democracia es darle cabida a todas las voces, incluso a las que estén en desacuerdo conmigo, y asegurarnos de que sean escuchadas imparcialmente. Democracia es priorizar lo humano (su dignidad), sobre todo si sufre cualquier tipo de opresión. El problema del evangélico promedio, en realidad, no es distinto que el del ciudadano promedio: elije candidatos carismáticos, afines a su moral, se identifica con ellos, se deja llevar por sus palabras, por su fe, por su retórica bíblica, por sus contenidos morales afines, pero: ¿se han puesto a examinar si son verdaderamente democráticos? Expresándolo en términos religiosos, ¿tienen alma democrática?, ¡¿cómo puede alguien hacer política en democracia si no es un demócrata del corazón?!, ¡de qué sirve tener una Biblia en la mano si con ella puedes imponer una dictadura de la verdad bíblica! La democracia debería ser, pues, una forma de ser ineludible de cualquier creyente que tenga anhelos de salir a la palestra pública o de ejercer el poder. 

Querido hermano, hermana, ¿quieres saber si un pastor evangélico será un buen político en el futuro?: anda a su iglesia y pregunta si allí lidera en democracia.


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El Eremita

Blog sobre religión, para una reforma de lo religioso en contextos plurales y secularizados