La fe es semejante a dos hermanos que buscaron un tesoro en un campo.

Los hermanos, hijos de un agricultor, fueron convocados por su padre a su lecho de muerte.

“Me voy, amados hijos”, dijo el anciano. “Antes de dejarlos -prosiguió- deben saber que en el campo que les heredo hay un gran tesoro enterrado”. Dicho esto, falleció.

Durante años, los hijos, trabajadores de la tierra como su padre, se dedicaron a buscar el tesoro escondido en el campo, sin éxito alguno.

El terreno era muy grande y el padre no les había precisado la ubicación exacta del tesoro. Tampoco sabían con qué profundidad había sido enterrado. Existía, asimismo, la posibilidad de que el padre les hubiese mentido, pero no estaba claro cuál sería el propósito de esa mentira, además que los hijos confiaban en la buena voluntad de su padre.

Familiares y vecinos, que conocían la historia, discrepaban entre sí. Unos decían: “el tesoro no existe”. Otros señalaban: “no han buscado bien”. Otros más, cautivados por la historia, se ofrecían como voluntarios a buscarlo. Las discrepancias persisten hasta el día de hoy.

Una cosa si es segura: en sus esfuerzos por hallar el tesoro, los hermanos siempre estuvieron removiendo la tierra de aquél gran campo, por lo que este siempre operó con una productividad del 30, 60 y ciento por ciento.

Algunos, unos pocos, creen que ese fue y es el verdadero tesoro.