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El ajedrez y el dilema del determinismo

Publicado: 2021-07-15

El determinismo se presenta como un viejo dilema de la teología. Este consiste en la dificultad de conciliar la libertad humana con la soberana voluntad divina. Así, si el hombre (o la mujer) es libre de determinar su propio camino en base a la libertad de sus decisiones, eso significaría que existe la posibilidad de que el mundo podría seguir un destino que escaparía a la voluntad del Creador, lo que implica negar la omnipotencia de Dios. Pero si asumimos que las decisiones humanas, así como el destino del mundo, están guiados por la voluntad divina, difícilmente podríamos hablar de libertad humana, ya que, en el fondo, los seres humanos -incluso creyendo que ejercen su libertad de manera autónoma-, en realidad solo serían marionetas utilizadas por Dios. Se trata, por tanto, de una encrucijada con dos potentes y puntiagudos cuernos.

Sin embargo, el juego de ajedrez se plantea a sí mismo como un símil que pretende resolver el milenario problema. 

La analogía es la siguiente: imaginemos a dos personas jugando al ajedrez. La primera de ellas es un principiante, mientras que la segunda es un jugador experto (se trata de un maestro). Todos sabemos cuál será el resultado final de la partida, pues la diferencia de niveles es demasiado grande. En efecto, el principiante será derrotado. ¿Por qué razón? El novato realizará sus mejores jugadas, pero todas ellas entrarán en el cálculo de su oponente. Este ve mucho más y, por tener una mayor técnica, sabrá refutarlas todas. Y, sin embargo, aún sabiendo que el más experto ganará, la forma en que la partida se desarrollará dependerá en gran medida del nobel jugador: este podría perder la dama en la sexta jugada o resistir fieramente hasta la jugada 60; podría respetar demasiado a su rival y rendirse tempranamente, o ponerse muy nervioso y cometer una equivocación que le cueste la partida en la jugada 15. Dependiendo como juegue, la partida podría perderse después de un ajustado final de rey y un solo peón, o a través de una bella combinación de mate en la jugada 20. El novato podría dar la talla sorprendiendo con una novedosa apertura, realizando una arriesgada combinación en el medio juego o intentando ganar un final con un peón de menos, añadiendo así belleza al juego para deleite de su oponente y de los espectadores. Ciertamente, perdería la partida, pero cómo la perdería, esa depende sólo de él.

Traslademos ahora la analogía al ámbito teológico. El principiante es la humanidad, mientras que el jugador experto es Dios. Dios ve más y, ciertamente, sabe que el destino del universo será como lo ha trazado, pero solo tiene poder sobre el resultado final, no juega por nosotros. No obstante, la humanidad, al igual que el nobel jugador, puede decidir cómo jugar la partida de la vida. El tipo de partida que juegue depende enteramente de su libre voluntad, no hay Dios que intervenga en ello, pero su finitud, sus limitaciones en contraste con una divinidad que conoce los misteriosos secretos del “juego”, le pesan en contra. No hay, pues, contradicción entre la libertad humana y la voluntad divina. Cada una tiene su propio campo de competencia, cada una hace sus propias jugadas. La analogía prueba, pues, la posibilidad de una armonización intelectualmente esclarecedora que, paradójicamente, es muy difícil de explicar a través de la lógica.


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El Eremita

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