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RENUNCIA

Publicado: 2021-08-26

Aunque no lo advirtamos, la idea de renuncia aparece constantemente en nuestras vidas como una necesidad. Somos seres limitados, frágiles, finitos. Simple y llanamente, no podemos tenerlo todo, no podemos satisfacer todos nuestros deseos y dejarnos llevar siempre por el influjo nuestras pasiones puede ser contraproducente y doloroso.

¡¿Quién no conoce la insatisfacción interior de no poder ser, o hacer, o reaccionar, o corresponder, o incluso amar según el ser ideal que nos gustaría ser y no según lo que efectivamente somos?!, ¿quién no sabe lo que es haber amado algo de manera indebida, acaso por ingenuidad, acaso por debilidad, acaso por un simple apego? Y puesto que apegarse a lo que no conviene es motivo de sufrimiento (¡pero tan humano a la vez y en ocasiones tan placentero!), es justo caer en la cuenta de que el acto de renuncia es necesario para obtener el equilibrio.

Pero a diferencia de lo cotidiano, en el que la vía de la despedida de las cosas -y su consecuente resignación- es ridiculizada, el acto de renuncia es esencial para la vida de fe. En la fe se asume con solemnidad la renuncia para poder amar mejor. Es un camino entre dos fuegos: entre la caricatura de una religiosidad inauténtica que se somete al dogma represor de las pasiones y el reino del consumo que dice: “toma y bebe”, sin pensar ni medir las consecuencias. Pero desde la fe la voz más profunda y auténtica de mi yo, afirma: ¡no quiero nada de eso!, de modo que en medio del fuego cruzado pretendo enquistar mi estandarte en el campo de la batalla y gritar en mi solitario dolor: “¡renuncio porque amo, porque quiero honrar la mejor versión que tengo de mí mismo, porque deseo reconciliarme contigo y con la vida misma”.

Ciertamente el reconocimiento de la necesidad de renuncia es el punto de partida para la cura de muchos de nuestros dolores e insatisfacciones, pero la hora crucial llega cuando interiormente se acrecienta una fuerte determinación interior respecto de ella, momento que para la persona de fe es tan terrible y solemne como un duelo, y a la vez un tiempo de profundo luto; pero el duelo y el luto son un proceso necesario para la liberación del amor que hay en el interior, ¡esa es su profunda y noble motivación!.

Pero la renuncia no es sencilla porque los apegos suelen tener como aliados a las emociones más poderosas. De ahí que el acto de renuncia requiera también tener la fuerza de una corriente pasional lo suficientemente poderosa para limpiar cualquier reminiscencia de apego. Creo que la renuncia religiosa puede proveer esa dosis de fuerza como para liberar el espíritu de las murallas del deseo mal dirigido. La considero así, “religiosa”, porque hay algo que la caracteriza: la creencia de que la renuncia traerá, aunque no lo comprendamos, algo bueno, por más de que en un primer momento se abandone totalmente el “amor” por la persona o el objeto de nuestro deseo. Sí, quizá dejar esa emoción pueda purificar la relación que nos obsesiona y encaminarla hacia una sincera y más fructífera amistad. Tal vez la abstinencia nos permitirá recobrar las energías necesarias para las cosas verdaderamente importantes y edificantes para el espíritu. Aunque pueda preverse racionalmente, a través de un análisis de pros y contras, la fe es capaz de decir: “algo bueno vendrá y Dios será mi garante, de modo que la renuncia de hoy puede ser la bendición del mañana, por más que el dolor de mi abstención no me permita ver con claridad el futuro”. Se trata de una apuesta, de una confianza en los resultados de la renuncia a pesar del dolor. La fe, por tanto, se conjuga con la voluntad, para hacerse pasión en la acción, en el acto de renuncia. La renuncia puede inyectarse de la energía pasional necesaria para una liberación interior si se apoya en la idea de una mano trascendente detrás de la realidad que es capaz de garantizar que la despedida será exitosa y que el futuro avizora, precisamente porque esa mano está dispuesta a acariciarnos con amor, incluso el recobro de lo que abandonamos, incluso con creces.

Deseo compartir algo de mi propia experiencia religiosa de renuncia. Pienso mentalmente en la persona u objeto de mi deseo, de modo que fijo en mi mente una imagen clara de ésta o éste. Entonces, le dirijo en voz alta estas palabras con la misma solemnidad y efusividad con la que me despediría de un difunto o de alguien a quien no volveré a ver en mi vida: “Te quiero, pero debo dejarte ir. Te he dado mi tiempo, mis emociones y deseos, quizá más de la cuenta, porque tocaste, de alguna manera, alguna de mis necesidad tan mías y humanas. Pero no puedo corresponderte, no como lo hago ahora, porque hacerlo me haría daño. Perdóname si te hice daño, pero es tiempo de dejarte ir. Yo creo, creo, creo…creo que Dios me permitirá recobrarte de alguna manera, pero no en la forma en que eres, es o soy contigo ahora. He decidido descansar en esta esperanza. Adiós, adiós, adiós para siempre”. Dicho esto, las lágrimas brotan de mis ojos, los sollozos interrumpen mi oración, pero la pasión ha sido liberada y puedo experimentar la paz en medio de la pérdida. Aunque no se trata de una receta mágica, ni de una técnica exclusiva que prescinda de aquellos quienes puedan comprendernos, este “acto formal de renuncia religiosa”, susceptible de repetirse infinitas veces, cada vez que sea necesario, me ha traído el sosiego que necesito para decir gradualmente que no a los apegos que surgen de mi interior y que tienden a hacerme infeliz.


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El Eremita

Blog sobre religión, para una reforma de lo religioso en contextos plurales y secularizados