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SOBRE MI CAMBIO AL METODISMO

Publicado: 2023-05-30

Para quienes tenemos una identidad religiosa, cambiar de iglesia suele ser una decisión importante y compleja. A veces, el cambio es el resultado de transformaciones personales más profundas, como la forma de comprender a Dios, la fe o la revelación, o como consecuencia de una nueva interpretación sobre el significado que tiene la religión para orientar el sentido de nuestra existencia y libertad. Otras veces también, el cambio se da motivado por un franco sentido de contradicción entre la conciencia y lo que la iglesia practica y enseña. Ambas motivaciones reflejan mi caso. Mi cambio, de una iglesia evangélica conservadora en Perú a la Iglesia Metodista Unida de los Estados Unidos, responde a un sagrado “¡Basta ya!” que desde hace tiempo ha venido germinando en lo más profundo de mi espíritu. Aquí, pretendo dar cuenta del porqué de este cambio. Pienso que lo que resulta ser una experiencia personal puede ser también una experiencia generalizada, es decir, puede conectar con un sentido de malestar colectivo y compartido que, si bien sigue siendo tolerado, puede ser un fermento para una reforma de la institucionalidad evangélica o, al menos, un grito de liberación para quienes ya no se hallan en ella. Esta es quizá la razón por la que las líneas que siguen no merecen mi modesto silencio.

Mi cambio al metodismo se justifica en tres cuestiones esenciales, tres principios vitales que puedo profesar y vivir con consistencia sin que la institucionalidad eclesiástica me lo impida o me condene por hacerlo: la interpretación contextual de la Escritura, el evangelio de la justicia social y la democratización de la iglesia.

Empecemos con la cuestión de la interpretación de la Escritura, que es la principal razón por la cual he abandonado la teología evangélica. Me resulta imposible seguir llamándome cristiano y ser consecuente con una lectura literal, ahistórica y acontextual de la Biblia. Para el evangelicalismo, que tiene como dogma central la doctrina de la inerrancia bíblica, la literalidad del texto debe primar sobre la realidad, debe regir todos las ciencias y saberes (excediendo así el campo de competencia de lo religioso) y aunque la letra soporte profundas contradicciones con la espontaneidad de la vida, la ciencia, la razón e, incluso, con otras partes de la Escritura, esta debe ser obedecida sin ningún esfuerzo de articulación o de análisis. Semejante adoración a la letra, sin embargo, es más cercana a la religión de los fariseos que a la religión de Jesús y ha dejado el temor de Dios y los valores evangélicos para convertirse en simple bibliolatría. La consecuencia práctica de ello se ha dado, con mayor evidencia, en la desigualdad de las mujeres en las iglesias, quienes, a causa de un par de pasajes explícitos que reflejaban el lenguaje y la cultural patriarcal de aquellos tiempos (“cabeza”, “sujeción”, etc.), deben abstenerse de la ordenación, ser vistas como seres complementarios a sus maridos y estar sometidas a los vaivenes del liderazgo eclesial masculino, un punto, entre muchos otros, del cual ya no quiero ser partícipe. Un punto entre otros, sí, porque la doctrina de la inerrancia ha llevado a oponer lo que la Biblia dice con todo lo demás, al punto que todo lo que no está en ella es malo, impuro o espúreo, sin que exista el mínimo grado de responsabilidad en establecer una sana correlación entre ella y el saber no religioso.

Mas el metodismo enseña otra cosa, que la predicación y la enseñanza cristiana “está fundada en la Escritura, informada por la tradición cristiana, animada por la experiencia y probada por la razón” (UMC, Book of Discipline, 2016) y esta es una diferencia grande y esencial. Por su puesto, en la iglesia metodista hay inerrantistas, pero su credo invita a una lectura contextual de las Escrituras al asumir, realistamente, de que el libro sagrado no puede tener una única interpretación, y que 2000 años de cristianismo y de avances en el descubrimiento de la realidad pueden llevarnos a actualizar nuestras interpretaciones del texto sagrado. En el metodismo lecturas inerrantistas y contextualistas son bienvenidas y a nadie se menosprecia por tener tal o cual paradigma hermenéutico por cuanto esta no es una diferencia esencial entre los discípulos del Nazareno.

Concierne ahora hablar del segundo punto, sobre la conexión entre el evangelio y la justicia social. Algo que, irónicamente, si bien se desprende de la literalidad de las Escrituras y debería brotar de espontaneidad de un corazón lleno de amor, es omitido aún en la gran mayoría de iglesias evangélicas en el Perú. Aún se mantiene esta falsa idea de que la evangelización solo concierne a las almas, pero no a los cuerpos; que solo comprende la conversión de los pecados, pero no la defensa de quienes sufren por los pecados de otros; que solo consiste en predicar (kerigma), pero no en sanar a las personas material y espiritualmente oprimidas (Mt 4:23). La primera vez que mi esposa y yo unimos esfuerzos por ser consistentes con el amor de Jesús fue a través de un ministerio que daba reforzamiento escolar a los niños de un sentamiento humano en Lima. Pero a pesar de los lazos que empezamos a cultivar con las personas de ese lugar, de los adolescentes a quienes llegábamos para sacarlos del pandillaje y de los vínculos con la municipalidad ya construidos, el pastor de la iglesia prefirió disolverlo todo porque esas no eran las actividades prioritarias de la iglesia (una iglesia en la que se gastaba más en útiles de escritorio que en ayuda social, como lo señalé una vez en una asamblea). La segunda vez, en otra iglesia, fomentamos un voluntariado hacia niños con discapacidad, pero pronto surgió el conflicto porque el dinero que recaudábamos para comprar los implementos ortopédicos era dinero que la iglesia estaba perdiendo para sus propias actividades (que poco tenían que ver con los pobres). Estos impedimentos, sin embargo, no fueron circunstanciales, pues buscaban justificarse “teológicamente” diciendo que nuestro servicio daba prioridad a las obras y no a la fe, y que reducíamos el evangelio a una moral compasiva sin atender a su dimensión espiritual. Esta forma de pensar, la de que el compromiso de la iglesia con la justicia social atenta con reducir la fe cristiana a una mera moral de buenas obras, está impreso en el ADN del evangelicalismo, el cual solo refleja el temor a perder el control de lo que se hace en la iglesia antes que las acciones de amor para construir una sociedad más justa.

En vez de apostar, como lo hace el evangelio, por las dos cosas, por la integralidad de la buena nueva, se termina incurriendo en un nuevo fariseísmo: así como los fariseos reprochaban a Jesús que sanara en sábado, así muchos líderes se incomodan con que sus jóvenes empiecen a canalizar su fe a través de actos de amor hacia los más vulnerables. Pero nuestra experiencia en el metodismo ha sido distinta. En él existe un intencional vinculo entre el evangelio y la justicia social, que se ve reflejado en un "Credo Social" establecido en el Libro de Resoluciones que se actualiza periódicamente y que establece compromisos para erradicar problemas sociales. Pero además de ello hemos visto cómo la iglesia, de manera práctica, en lugar de sentirse amenazada, se ha considerado bendecida y potenciada al establecer alianzas con la organización que mi esposa y yo dirigimos en favor de los niños con discapacidad en Perú (Warmakuna Hope). La iglesia no teme en canalizar las donaciones de sus miembros a nuestra asociación, nos considera parte de su misión (junto con otras organizaciones en Cuba y Sudáfrica) en favor de la extensión del reino y nos considera socios en dicha empresa.

Pero aún hay una cosa que me permite identificarme como metodista y ello tiene que ver con la institucionalidad democrática de la iglesia. No es que todos los creyentes sean capaces de ser democráticos, pero hay una estructura institucional que fomenta la discusión respetuosa de todas las cuestiones y que posibilita el cambio de los dogmas a través de su cuestionamiento y discusión periódica. Los cambios culturales que venimos viviendo con relación a la reivindicación de los derechos de las personas LGTBI son un buen ejemplo de ello. Existe actualmente un vivo debate en la Iglesia Metodista Unida de los Estados Unidos sobre la posibilidad de admitir el matrimonio homosexual y la ordenación de ministros homosexuales. Por supuesto, hay una gran cantidad de personas que se oponen a ello, pero ni personas a favor o en contra del cambio se faltan el respeto por pensar diferente en esta materia. Habiendo participado en las asambleas para discutir esta cuestión, pude comprobar que nadie insultaba ni denigraba a nadie por pensar distinto, ni muchos menos se ponía en cuestión la identidad cristiana de ningún hermano o hermana por el solo hecho de discrepar en un tema tan álgido. Las personas exponían y argumentaban sus pareceres con respeto, siendo conscientes de que en la iglesia hay personas que interpretan la Biblia literalmente como hay otras que lo hacen contextualmente. ¡Este escenario sería inimaginable en la gran mayoría de iglesias evangélicas y pentecostales peruanas!, en las que la cuestión de la homosexualidad en la Biblia ni siquiera es un punto de debate porque se ha caído en el facilismo de identificar las posturas a favor con la apostasía. Así, mientras que la unidad en el evangelicalismo tradicional está cimentada en la uniformidad (generalmente pauteada por el liderazgo de cada comunidad), en el metodismo he podido encontrar que la unidad puede existir en la diversidad. 

Finalmente, deseo lanzar una advertencia. No se me debe confundir. No escribo esto con un espíritu chauvinista, comparativo ni competitivo en favor de una iglesia. Los elementos que me permiten identificarme, hoy por hoy, más con el protestantismo histórico que con el evangelicalismo, no pueden generalizarse a todas las iglesias de la UMC, ni mucho menos a los diversos metodismos existentes. Sin embargo, el énfasis en los tres principios o elementos reseñados me permiten cumplir un propósito, el mismo propósito que me anima cada vez que hablo de religión: enseñar que otra iglesia es posible y que los creyentes tenemos no solo la autoridad, sino el poder de impedir que cualquier institución apague un cristianismo capaz de articular fe y razón, espiritualidad y justicia, verdad y diversidad en el amor de Aquél que se entregó por nosotros.


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El Eremita

Blog sobre religión, para una reforma de lo religioso en contextos plurales y secularizados