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La selva más oscura

“En medio del camino de la vida, Errante me encontré por selva oscura, En que la recta vía era perdida.” (Divina Comedia, Infierno, Canto I,1-3)

Publicado: 2023-08-24

Sentados a la mesa, charlando, una amiga nos lanzó una pregunta: “¿creen que han cambiado mucho desde que están aquí?”. Uno de nuestros amigos comentó acerca de cómo la experiencia de vivir en Estados Unidos le ayudó a madurar profesionalmente. Después de eso, me animé a decir lacónicamente y sin mirar a nadie: “Yo sí siento que he cambiado mucho”. Entonces siguió una brevísima pausa, y retomamos la conversación discurriendo por otros temas.

Pero la pregunta no se fue de mí porque estaba atada a una amarga y secreta respuesta. Aquí, en otras tierras, aprendí muchas cosas buenas, experimenté otras nuevas y bellas, se me presentaron oportunidades excelentes y las tomé, tuve a mi lado a la persona que más amo para disfrutar todas esas cosas, sí; pero mi alma sufría.

Sufría porque las circunstancias me llevaron a desarraigarme, no solo del lugar en el que nací, sino de mí mismo. Como Dante, a la mitad de la vida -¡precisamente la edad en la que me sentía tan seguro, y sabio, y espiritualmente tan confiado!- me encontraba perdido en la selva más oscura, entre el lobo, el león y la pantera.

Una es la selva oscura, pero hay otra aún más oscura. La selva oscura, externa a mí, era el follaje que hacía más lentos y pesados mis pasos. Era el sentimiento de soledad, la imposibilidad de ejercer mi carrera, la precariedad económica, el dolor -compartido con mi amada- de no poder tener hijos, de sentirme poco útil en ayudar a otros, de extrañar el tiempo de calidad con alguien o las tontas bromas a la hora del almuerzo, de añorar la mesa familiar y, sobre todo, de sentir que en otro idioma mi humor, mi locuacidad, mis palabras de afecto, mis razonamientos, habían desaparecido; que era otro, un torpe, un monstruo desagradable, un menos yo. Y, sin embargo, esta no era la selva más oscura en la que me encontraba atrapado.

La selva más oscura eran el cardo, y los abrojos, y las espinas, y las telarañas, y los colmillos de las fieras penetrando y difuminando en mí su inhóspita hostilidad. Entonces, y tardé mucho en caer en la cuenta de ello, mi problema no era el follaje externo del cual me era imposible escapar, sino el tipo de persona en la que me estaba convirtiendo o que estaba dejando de ser mientras lo transitaba. Había perdido mi alegría y mi interés por las personas. Desanimado, no podía animar a nadie -ni si quiera a mi Fiore- y, en mi inconsciente intento por no estar solo, me aferré a una amistad hasta dañarle con mis reclamos y demandas. Después de ello, solo me encontraba paralizado por la tristeza, aterrorizado por el mal que podía emerger de mí, pero también atrapado en un pantano de malestar. Como Dante, también podía decir acerca de mí mismo: “No podría explicar como allí entrara, / Tan soñoliento estaba en el instante / En que el cierto camino abandonara.” (Canto I, 10-12). Desesperado, debía encontrar una cura.

Y la encontré, aunque tomó cierto tiempo de introspección. Lo puedo explicar así, como un ejercicio de dos pasos. El primero de ellos fue el descubrimiento de un principio fundamental, un descubrimiento que ya había hecho en el pasado, también en un tiempo de crisis, pero que había olvidado. A pesar de mi condición y de los sentimientos miserables hacia mi propia persona, me propuse recordar los momentos de mi vida en los que he sido feliz y más pleno: un año nuevo jugando con la persona que me cuidada en casa, una noche de video juegos y confesiones con mi mejor amigo del colegio, la vez que clasifiqué a un campeonato nacional de ajedrez, el momento en el que sentí que Dios me aceptaba como era a pesar del bullying en el colegio, mi primera experiencia carismática en la iglesia, la vez en que una amiga me dijo fraternalmente que me amaba, mi noche de bodas, la vez que gané un juicio a favor de la mamá de una niña con discapacidad, el día que gané un grant de 10 000 soles para nuestra asociación que servía a personas con discapacidad…

Estos no fueron solo momentos placenteros, sino de completa exultación y llenura interior que alimentaron la confianza que hoy tengo en mí mismo. Entonces, encontré este patrón: esos momentos no tenían mucho que ver con éxitos materiales o profesionales, sino que estaban profundamente relacionados con los demás y estaban acompañados por un profundo sentimiento de ser amado, reconocido, valorado…Al apelar a mi propia experiencia personal no me fue difícil darme cuenta lo que la psicología, los filósofos y las religiones han señalado, que el principio orientador de la existencia, de mi existencia, era el amor. Mi condición actual se había apartado de esa orientación que quería para mi vida. Atrapado en el pantano de la melancolía, no me sentía amado, pero, al mismo tiempo, era incapaz de amar. Esta terrible inconsistencia me alertó del terrible ostracismo existencial en el que había caído. Leí la antigua palabra: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.” Inmediatamente me reproché mi falta de radicalidad y energía existencial por luchar por ese amor. Tal vez no tenía esa energía para luchar, pero el amor como principio orientador, como faltante en mi vida, me hizo ser consciente de mi necesidad de rehabilitación. La frase atribuída a Jesús: “Más bienaventurado es dar que recibir”, me hablaba de una llenura que anhelaba, que quería y debía tener, pero que no tenía. “Quiero amar y ser amado, pero no puedo”, me dije. Deseaba amar sin que me lastime que no me correspondan y deseaba ser amado sin tener que pedírselo a los demás. Esa era la fórmula que necesitaba. Yo había hecho todo lo contrario, pues había pedido amor, pero al no encontrarlo me deprimí; tampoco podía amar, porque estaba triste todo el tiempo. Y sin embargo, el principio orientador del amor ya había cumplido su cometido, pues me había confrontado, había activado la voz de alarma que decía: “¡basta ya!, no puedes seguir así”.

El segundo paso fue más difícil, porque no sentía que la voluntad fuese suficiente para salir de mi propio estado. El psicólogo podía explicarme las cuatro fases del shock cultural, establecer las conexiones con mi trasfondo personal y mi personalidad para explicar por qué me sentía de esa manera; el predicador, durante el sermón de los domingos, elaboraba potentes y bellas metáforas que me permitían identificarme con el sufrimiento y la esperanza de Abraham, Jacob y José; las experiencias carismáticas durante la oración, aunque no tan frecuentes, me daban un impulso gozoso que duraba cierto tiempo, pero el malestar volvía; mi esposa me decía que me amaba, pero no era suficiente para mí, y esa insuficiencia la entristecía a ella también. Todas estas cosas ayudaban, intentaban decirme lo importante que era a bofetadas, pero resonaban dentro de mí como algo ya sabido y que por sí mismas no me sacaban del pantano. ¿Cómo poder hacer eso cuando la voluntad está quebrada? Entonces solo pude atinar al poder de la fe. Recordé a William James, quien luego de pasar por una terapia infructuosa (pese a ser él mismo un psicólogo, además) solo pudo salir de su depresión decidiendo creer y actuar como si no estuviese deprimido. Recordé también el testimonio de John Wesley, quien, desesperado, no sentía que tenía verdadera fe. Entonces, ante la honesta pregunta de si debía dejar la predicación acerca de algo que no poseía, su amigo, el moravo Bohler, le contestó: "Predica la fe hasta que la tengas; y entonces, porque la tienes, predicarás la fe".

En realidad, la clave de mi liberación, como en otras ocasiones en el pasado, no fue centrarme en lo que podía hacer (quizá ese suele ser el camino usual, el de la moral, cuando la fuerza de voluntad está intacta), sino tomarme en serio el hecho de no poder. Ese es el camino de la fe. Simplemente no puedo con esta realidad, es una verdadera muralla, con todas sus oscuridades, sus fieras y sus selvas, pero, precisamente por ello, quizá conviene aceptarla, no porque lo quisiera, sino porque simplemente es. Aceptaré montar esta bestia llamada realidad, sí, pero aferrándome con todas mis fuerzas a conducirla con las riendas del amor y de la aceptación de mi debilidad. “Acepto lo que me entregas, Padre”, dije en mi oración, “pero lo que me ha tocado, que es inevitable, ahora lo veo a la luz tu amor”.

Entonces, si los amigos están ausentes, esa es una lección para mí de estar siempre presente; de la amistad perdida, de quien tal vez vez nunca obtenga el perdón, aprenderé los riesgos del apego y a cuidar mi corazón; ante el desamparo en tierras ajenas, aprenderé a ser anfirión en las propias; y de mis torpezas en el manejo del idioma, aprenderé a filtrar a quienes escuchan con los oídos de quienes escuchan con el corazón. Acepto, amo y vuelvo a aceptar, y en ese proceso vital, las almas más sensibles se aproximarán porque verán en mí lo que no encuentran en un mundo de hostilidad e individualismo. El tesoro que tengo en mi precariedad es grande, porque poseo ahora una seguridad que nadie puede arrebatarme. Soy valioso porque puedo amar en medio de la debilidad y, mientras ese amor interior siga incólume, siempre habrá quienes quieran venir a abrigarse a la luz de su fuego, siempre habrá a quienes pueda calentar un poco con él. Ahora es que puedo rezar: “Dios Padre y Madre, que el sentido del amor y de la debilidad no se aparten de mí todos los días de mi vida, amén”.


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El Eremita

Blog sobre religión, para una reforma de lo religioso en contextos plurales y secularizados